NIKÓN
“Barláan, tráeme ese libro que dejé en mi reclinatorio.”El joven monje trae en una mano el libro y en la otra, una manzana a la que muerde con fruición.
“¡Torpe, atolondrado!, ¿qué haces? ¡Qué descuido y a la vez qué irreverencia! Es que, ¿no te he enseñado nada?”
La voz atronadora del ex patriarca Nikón estremece al joven, que aferra el libro a su pecho mientras la manzana rueda por el piso.
“¿No sabes que si lo dejas caer o tropiezas puedes hacerle saltar las piedras que lo adornan?”
“Perdón Monseñor, no volveré a hacerlo, además qué lindas piedras; me gustan ésas que son coloradas…, y las verdes también…”
“Ya te dije: las coloradas, rubíes y las verdes, esmeraldas, pero sobre todo presta atención que no se vayan a saltar las que están rodeando los bordes…”
“Pero, ésas chiquitas, si no se notan, ¿por qué tan importantes esas piedritas?” –dijo mirándolas con el ceño fruncido.
“Precisamente porque esas piedritas, son perlas, y aquí no se consiguen. Para reemplazarlas, si faltara alguna…” –tomó el libro y se santiguó varias veces y entre una y otra, hacía una profunda inclinación y lo besaba; por último, lo depositó suavemente en una pequeña caja de madera.
“Entra perfecto… ¡alabado sea Dios!, debo agradecerle al carpintero por su habilidad…”
Sacudió la cabeza y se volteó al joven monje “Las perlas…, las perlas sólo se consiguen en los países cálidos, y se sacan del fondo del mar…”
“¿Son pescados las perlas?” –¬¬¬interrumpe el discípulo, levanta la manzana, y luego de frotarla en su manga, continúa comiéndola
“¡No!, ¡no son pescados!, son…” –duda un momento– “son sacadas del mar…, pero…, no las pescan.” –Recuerda cuando le regaló un anillo de perlas a la que fuera su esposa y cómo le dijeron la manera en que se recogen y se lo repite al Lisandro– “Audaces nadadores se sumergen hasta más de diez metros en el océano para obtener unas ostras, para ello, deben luchar contra la falta de aire y unos peces muy peligrosos que hay en esas aguas. Se comen a las personas y, además, una de cada cien, tiene perlas en su interior; y de las que tienen, sólo una cada veinte son del tamaño adecuado.”
Extrae el libro de su caja, lo pone delicadamente sobre el escritorio y continúa explicando al bisoño ayudante.
“Por todo ello, esas piedritas, como tú las llamas, valen mucho dinero, y si se rompen, ¡Dios no lo quiera!” –se persigna–. “Nos cubriríamos de vergüenza.”
Señalando el armario donde reposan las ricas vestiduras de sus pasadas funciones dice– “Alcánzame la capucha amarilla, esa de seda… No, mejor la capa de brocado rojo.”
“Aquí tiene, ¿va volver a usarla?”
“No, con ella haré que confeccionen un forro para la caja donde guardaremos la Santa Biblia.”
Desde que lo confinaron en la iglesia de la Epifanía, Nikón se dedica a sus queridos libros de rezos y salmos, llevando a su cargo la biblioteca del convento. La iglesia es una de las más recientes construcciones del complejo que conforman el monasterio de San Ferapont en Belozero a seiscientos kilómetros al noroeste de Moscú. Lleva una vida monacal mordiendo el freno de sus ímpetus que lo llevaron a ser Patriarca de Moscú.
“Padre, disculpa que te interrumpa, pero acaba de llegar un noble desde la capital; trae un mensaje y un presente.” –El igumen del monasterio sonreía satisfecho siempre que se encontraba con Nikón, en su interior, no podía reprimir el gusto que le daba la caída de su antiguo metropolitano – “Puede pasar por el refectorio, allí le está esperando.”
“Gracias padre” – al pararse, opacaba siempre a los que lo rodeaban- “Barláan, ven por si te necesito.”
Ambos salieron al largo pasillo, fueron en silencio hasta el refectorio, se detuvieron y santiguaron ante el ícono que pintara Dionisio representando al Arcángel Gabriel.
“Aguárdame aquí.”
“Sí padre.”
Al entrar Nikón, un elegante gentilhombre se paró, se dirigió hacia él y le saludó calurosamente:
“Monseñor, me alegra verlo tan bien, le traigo saludos de mi esposa y me ha pedido que le alcance estos libros que le obsequió el embajador de Londres. Son, como verá, provenientes de Grecia, fueron escritos por el Archimandrita Helenos. Sin duda sé que le gustará leerlos. Y además, ella agregó este misal; claro, está en inglés.”
“Oh, muy amable querido Artamón, dele mi agradecimiento a Mrs. Mary; lo único que lamento es que el inglés es una de las lenguas extranjeras que menos domino.”
“No se preocupe, le puedo ofrecer como traductora a nuestra buena amiga y discípula; usted ya la conoce, a Natalia Nariskín; ella domina bastante bien ese idioma.”
“¿Cree que ella podría hacerlo?”
“Ya lo creo, le diré al zar que le autorice venir a mi casa por unos días, no creo que les lleve más de quince traducirlo, es un libro muy pequeño.”
“¿No será mucha molestia?”
“De ningún modo, será un honor recibirlo en nuestra casa, y de paso podrá ver los otros libros que tengo en mi biblioteca.”
Hubo un largo silencio, se veía en la cara de Artamón que había algo más que comunicar al monje, pero no encontraba las palabras adecuadas.
“Por favor, siéntese” – salió afuera y llamó a su asistente. – “¡Ven!, prepárale al caballero una taza de kvas, he visto, que nuestro querido abad,” –remarcó el querido– “lo ha preparado esta mañana.”
“Voy enseguida, padre.”
El presbítero se dirigió a la cocina, de donde al cabo de unos minutos regresó llevando en una bandeja dos copas rebosantes y una línea de espuma sobre su incipiente bigote delataba el sorbo dado a uno de los vasos.
“Gracias hermano” –tomó Artamón el que le acercaron y lo levantó en señal de brindis hacia el monje–: “gracias Monseñor” –bebió un pequeño trago y lo volvió a dejar sobre la bandeja. – “Está exquisito, pero debo marcharme, si no quiero que la noche me sorprenda en el camino.”
“Deles mis saludos y mi bendición a su familia.”
“Disculpe, casi me olvidaba,” –dijo Artamón bajando los ojos, pues le disgustaba ser el mensajero– “el zar Alejo también le manda saludos y sus deseos de que le gusten los libros, creo que en uno de ellos, agregó una nota.”
Los monjes lo acompañaron hasta su carruaje para despedirlo; regresaron y entre ambos transportaron los textos a la recámara que oficiaba de alcoba al ex patriarca.
“Toma” –le dijo a su ayudante– “lee estas páginas en tu habitación, yo tengo que preparar el sermón de la misa a las seis de la mañana.” –Le entrega un pequeño libro de salmos que habitualmente usa para enseñar a leer a los aprendices y cierra la puerta.
Acomoda los libros, revisa los títulos y los autores, los sacude hasta que de uno se desliza un sobre con el membrete real del zar de todas las Rusias.
Se sienta. Lo lee someramente, lo arruga y lo arroja al cesto de los papeles. Toma una hoja en blanco y deja la pluma en suspenso, le tiembla el pulso, el sonrojo le cubre el rostro.
Comienza a escribir: “Queridos hermanos en este día de la…”
- ¡No! ¿Qué día es mañana?, maña… ¿cómo se piensa? …me echó como un perro y ahora quiere que lo bendi… ah, mañana es San Esteban, no…, caramba si pudiera le arrancaba la piel…, no, ¡no!, siempre lo apoyé…, gracias a mí se firmó la paz con… ¡qué importa eso ahora!… siempre sospeche que tomó muy mal que decidiera llevar a Moscú los restos de San Esteban…, claro fue al que martirizó Iván el Terrible, su ancestro…, y claro pensó que menoscababa su majestad… ¡Bah! Es muy susceptible…, caramba, tendré que fijarme en el santoral, no puedo pensar ni en qué día es hoy.
Unos golpes lo sacan de sus pensamientos, se asoma la sonriente cara de Bonifacio, el igumen que pretende con su ayuda ascender a archimandrita.
“Barláan me dijo que lo encontraría aquí, pasaba a informarte que hoy te toca estar en el púlpito del refectorio.”
“Te agradezco el aviso.” –fue su tajante respuesta, le tenía poca simpatía al igumen.
Estaban ya todos los hermanos en recogido silencio, cuando Nikón trepó las escalerillas del púlpito en la contra cabecera de las mesas, colocó sobre el atril las hojas de un antiguo escrito con salmos y con su tronante voz comenzó a leerlos. De improviso se calló, un movimiento extraño en la cercanía de la puerta de acceso llamó su atención; varios monjes se pararon e inclinaban la cabeza. Ingresó el archimandrita Josefo acompañado de un séquito de desconocidos; uno de ellos, con ricos ropajes, báculo, y la panaglia sobre su pecho que lo identificaba como un obispo.
Era el obispo metropolitano de Constantinopla; que lanzó a los cuatro rumbos su bendición y pidió permiso para compartir con los monjes su pitanza.
El igumen, que se había levantado de un salto ante la interrupción de la comida, se calmó y mostró, en demasía, solicitud cuando reclamó un lugar y los enseres, para servir a los recién llegados la vianda. Solicitó perdón por no tener nada más que lo común, que si le hubieran avisado, otros serían los alimentos servidos, y pasó a detallar:
“Sólo tenemos la sopa Solianka, pelmeni acompañado con kvas recién hecho y como postre, frutas del huerto.”
El obispo como no era ruso, miró interrogativamente al archimandrita el que por lo bajo le fue explicando en qué consistía cada plato:
“La solianka se hace con chucrut, pollo, ternera, jamón y salchichas, aquí le agregan aceitunas y por supuesto, una buena porción de smetana; en cuanto los pelmenis son muy parecidos a los ravioles con salsa, mantequilla y smetana.”
“Disculpe, monseñor ¿qué es la smetana y el kvas?” –preguntó a su vez el obispo.
“La smetana es una salsa con crema de leche, yogurt y limón, en cuanto el kvas es una bebida casi sin alcohol hecha con harina de centeno y malta. A mí me gusta cuando también se le agrega manzanas que le da un rico sabor frutado, un buen digestivo para acompañar la comida, ya lo verá.”
“Me interesaría saber cuándo podré conversar con monseñor Minin Minov conocido como Nikón.”
“Pues, después de la comida; en este momento, él es el encargado de la lectura.”
El resto de la velada transcurrió en cierta calma, por sobre la voz de Nikón, las miradas curiosas y pequeños gestos inquietos se cruzaban entre los monjes.
Nikón fue invitado a pasar al despacho del Archimandrita, donde lo esperaba el Obispo con sendas humeantes tazas de té.
“Monseñor, me alegra haberlo encontrado.”
“Eminencia, ahora soy un simple hermano en Cristo, es un honor su visita, espero que la comida haya sido de su agrado.”
“Sí, aunque, un poco picante y agria para mí, pero reconozco que todo estuvo muy sabroso.”
“Usted dirá en qué puedo serle útil.”
“Siempre al grano, bien he sido encomendado por su eminencia serenísima el Patriarca de Constantinopla, que me relate de su boca los acontecimientos que lo han llevado a este estado.”
“Creo que para comprenderlo, tendría que hacer primero un poco de historia, si no le molesta, aunque sé que en su mayoría ustedes ya la conocen, pero para hilar los acontecimientos me resulta necesario comenzar desde el principio.”
“Sin duda, sin duda, prosiga usted.” –El obispo se recostó sobre el respaldar acomodándose para lo que parecería una larga entrevista.
“Cuando San Andrés llegó a evangelizarnos, recorrió la zona norte del Mar Negro y llegó hasta el rio Dnieper, sembrando la semilla que gracias al casamiento del zar Vladimir con una hermana del emperador Basilio II de Constantinopla en el 988, floreció al adoptar oficialmente la religión del imperio Bizantino. Por esa época todos los patriarcas eran de origen griego y utilizaban, primero el alfabeto glagolítico creado por los santos Cirilo y Metodio que se inspiraron en la escritura griega adaptándola a la fonética eslava. Ellos utilizaron estas letras diseñadas con la intención de que no fueran capaces de descifrar aquellos que no estaban informados.”
Barláan trajo sendas tazas de té interrumpiendo a Nikón, que esperó que se retirara el monje para continuar su discurso.
“Como decía” –continuo Nikón– “éramos un pueblo sin lengua escrita y gracias a la necesidad de comunicar La Palabra de Dios, se comenzó a usar ese alfabeto. Que como podrá comprender su Excelencia, estaba lleno de errores y daba pie, como comprenderá, a distintas interpretaciones”.
Sorbió un poco del té, se secó la barbilla donde unas brillantes perlas quedaron prendidas a su barba; para proseguir:
“ Hay que tener en cuenta la desgracias que constituyeron las invasiones mongólicas, durante esos tiempos, el pueblo se fue alejando cada vez más de la educación y sólo fue posible la transmisión oral de los misterios sagrados y por la utilización de la iconografía con la consiguiente dispersión de las formas y rituales.”
“Ahora comprendo,” –dijo el obispo– “su cara de extrañeza cuando compartimos los ritos en Constantinopla, además, se da que siempre, como cosa viva, se va modificando la liturgia con el transcurso de los años, aunque siempre dentro de ciertos límites.”
“Es precisamente por ello, que cuando recibí el cayado de Metropolitano, me impuse la obligación de aunar nuestros ritos, corregir las traducciones de los libros sagrados, incluido la Santa Biblia.” –Bebió un sorbo de té para luego proseguir, ya más animado – “Uno de los Popes que en un principio estuvo de acuerdo y apoyó estos cambios, fue luego el principal opositor, poniéndose a la cabeza de un movimiento que se autoproclaman los viejos creyentes”
“Creo que allí está la cuestión que no se entiende en Bizancio” –acotó el obispo mientras se acomodaba en la dura silla.
“Disculpe usted, y que conste que no quiero agraviarlo, pero las causas que se rechazaran las correcciones, eran en parte, debido a que Constantinopla está ahora en manos de los turcos, y que opinan que sus libros están contaminado, pues, se imprimen en Venecia, también dicen que el antiguo imperio Bizantino no tienen ni libertad, ni poder moral para imponernos nada.”
El obispo movió la cabeza en señal de aceptación de las acusaciones.
“Por otra parte se niegan a aceptar las correcciones porque utilizamos traductores de la Universidad de Kiev. Todo porque Kiev estuvo bajo dominación polaca.” –Nikón levantó su mano para espantar una mosca imaginaria– “Arguyen que estos sabios, influenciados por los uniatas, (los demonios cristianos que siguen al Papa de Roma) introdujeron en sus traducciones, ideas heréticas.”
Nikón se mezo su barba antes de agregar: “Piense su eminencia que llegaron a las mayores atrocidades porque, como sabe, al persignarnos con los tres dedos juntos simbolizamos la santa trinidad junto al pegar los otros dos dedos a la palma simbolizamos las dos naturaleza de Cristo; en cambio estos herejes se negaban a acatar estas sagradas disposiciones y persisten en hacerlo con sólo dos dedos marcando solamente la dualidad de hombre y Dios; y como esos persistieron en otras herejías dentro del ritual de los servicios. Imagínese vuestra excelencia que se niegan a escribir bien el santo nombre del Salvador pues ponen el nombre de Jesús llamándolo Isus y no Iisus como es la correcta traducción del nombre del Señor.”
“Estimado amigo, comprendo las terribles disensiones que trajo y trae tan amargos momentos a la grey, pero no está claro el motivo de vuestro alejamiento de las funciones de Patriarca” –comentó algo molesto el obispo.
“Pues fue por cierto un asunto delicado, –comenzó al titubeante el monje– como todas las enseñanzas de la liturgia, los rituales y las formas; también estaba la nueva situación que vivíamos con respecto a la ya no dependencia de Constantinopla y del imperio Bizantino, hacia algún tiempo que teníamos desde Iván III, que el reino Rus se había transformado en la tercera Roma, con todo lo que ello implicaba. El zar asumía su mandato con las fórmulas de «Zar por la gracia de Dios y Príncipe Grande» declarándose heredero del ortodoxo imperio de los romanos que adoptó como escudo de armas ruso el águila bizantina de dos cabezas. Ya con el gobierno de Basilio III, la idea de la tercera Roma adquirió mayor fuerza por la profecía de Filiteo que dijo: «…dos romas han caído, la tercera permanece firme y la cuarta no existirá». Y ya con el zar Iván IV, por consejo del metropolitano Macario, ciño su corona como zar con la corona imperial: «para la plenitud del ideal teocrático bizantino, un cuerpo eclesiástico-estatal con dos cabezas: el zar y el patriarca». Faltó solamente el título de patriarca para jefe de la iglesia rusa; recién en el 1589 bajo el zar Fiodor Ioannovic, el patriarca de Constantinopla vino a Moscú y nombró como primer patriarca de todas las Rusias al arzobispo metropolitano Iova.” – Se detuvo levemente para señalar con un gesto de su mano sus palabras finales– “Todo esto es la historia pasada, Yo consciente de mi responsabilidad como sucesor de Iova, pretendí darle al patriarcado el lugar que le correspondía, incluso logré que el zar me diera la prerrogativa de ser el que en su ausencia tomara las decisiones de estado que creyera pertinentes nombrándome ¨Gran Señor¨; y me prometió obediencia en cuestiones religiosas. Pero, comenzaron las desavenencias: se opuso a que trasladara las reliquias del metropolitano Felipe del monasterio de Solovki a Moscú. Felipe había sido torturado por oponerse a Iván El Terrible al que Alexis admiraba. Yo quería remarcar el martirio de Felipe y para mantener la paz hube de acatar su decisión de no tocar ese tema. Las complicaciones se fueron incrementando, pues, a pesar de su manifestación de acatarme en temas sacros, no aceptó que, según los lineamientos de la iglesia ortodoxa griega, que tomara decisiones para bien de la grey que, según él, se oponían a sus ideas políticas.”
Bebió un largo trago de té para disimular la ira que le iba invadiendo al recordar los acontecimientos que lo alejaron de su dignidad de Patriarca.
“Lo más terrible fue que usara artimañas engañosas para buscar que me sacaran de mis cargos. Para ello utilizó el llamado a un Sobor, ya sabe, un cónclave con todos los obispos, más otros delegados clericales y laicos. Usando como escusa el tratamiento de las reformas, me acusó, a mí, de traición, de vender prebendas de la iglesia, de introducir libros prohibidos, cuando muchos de ellos los trajo él mismo. Y lo que más me da dolor es que en la actualidad sigue mandándome libros, algunos de ellos herejes y me pide que lo bendiga en sus actos militares y políticos.”
Se tomó la cabeza, tenía la vista nublada y un gran dolor en la frente, su aspecto asustó al Obispo, que se levantó preocupado.
“Padre, ¿se siente bien?, descanse usted, no le molestaré más, con lo dicho hasta el presente, me sirve para informar a mis superiores.”
Salió dejando a Nikón con la cabeza entre sus manos, se dirigió al Archimandrita para informarle que ya debía partir para su patria y deslizó su preocupación por la salud del antiguo patriarca.